Salimos aprovechando una ventana en la lluvia y la chispita que nos ha dado una botella de hidromiel que hemos consumido mientras nos poníamos los trajes de agua. Me ha parecido sidra, salvando las distancias.
Enseguida llegamos a la aduana, tan discreta que casi nos la saltamos. Al igual que cuando entras en territorio aragonés desde cualquier otra comunidad, aquí también el asfalto marca la diferencia. Dejamos atrás al aduanero segundo pidiendo a su colega, que nos atendía, que preguntara la marca de nuestra máquina de guerra. Y venga vacas, y más vacas.
En la frontera sin aduana de la república Sparska con la federación Bosnia Herzegovina hacemos parada para el segundo desayuno y para confirmar que la KolaLoka se reveló tan inútil como las botas. El paisanaje del bar me parece mucho más arisco y lejano que en otros lugares que ya hemos estado, pero puede ser solamente una impresión mía.
Un poco más allá nos sorprende un paisaje inaudito. Mezcla de sueño de Dalí y el monolito del planeta de los simios, a lo mejor es que la graduación del hidromiel junto con el azúcar que lleva está empezando a hacer efecto, o la niebla que disipa el fondo, pero me veo obligada a preguntar a Julián si estamos despiertos.
Son tumbas bogumiles, un concepto religioso poco conocido fuera de allí y tampoco hay mucha información detallada al respecto. Un testimonio interesante, que lo menciona de pasada, es el de Boban Minic, locutor de Radio Sarajevo afincado en España.
Otro selfie. Tengo que reconocer que me he aficionado bastante y lo que más me gusta es plasmar varios planos de profundidad.
En los carteles explicativos queda muy claro todo. Para elegir entre tres. El caso es que cuando construyeron la carretera, ésta pasaba prácticamente por el centro de la necrópolis, de ahí parte del desaguisado. También hay una leyenda acerca de una boda en que murieron todos menos la novia y el sirviente que llevaba el caballo que formaba parte del ajuar.
Cuando éramos pequeños había unos dibujos que terminaban con «koniek» que eran igualitos igualitos a estos.
Después, el camino sigue por un cañón, mucho más pequeño que el del Tara, más acogedor, más cercano.
Es precisamente allí donde encontramos uno de los motivos por los que es necesario llevar un croissant (o en su defecto un cacho de pan) en la bolsa de mano durante el viaje.
El arco iris en las ruinas tiroteadas de Mostar es un final bastante naive en un día de ensueño.
Cenamos sobre el río Nerevda, en un lugar que Julián conocía. He dicho que es el mejor guía local, incluso en el extranjero?
Callejeamos para bajar la comida y apuntamos localizaciones para las siguientes entregas de Universo Clónico.
Y claro, con tanta mezquita, parece lógico pensar que por aquí hay bastante gente musulmana. Se les puede distinguir también porque una de sus costumbres es NO tomar alcohol. Es importante este dato porque tiene que ver con mi grado de pardilla, que quedaría demostrado más adelante en la noche.
Acabamos en Mostar, en el hotel del mismo nombre – uno de los mejores de todo el viaje – a la vez que empieza a descargar una tormenta monumental que celebramos en seco con los 0.03ml reglamentarios de Jaguermeister. 0.03ml!! Cama grande de verdad, no los dos colchones juntos que se llevan aquí tanto, moqueta, ducha de las que me gustan, radiadores de los de secar los guantes, zapatillas de cortesía,.. el mejor hotel del viaje a un precio casi ridículo.
Hasta el sidecar estaba contentísimo con un garage amplísimo para él solo. Y a juego con el color!