Amanecemos igual que nos había anochecido, en un barco, con chispitas en los ojos y muchas ganas de pisar tierra extranjera. No tarda en aparecer por el infinito horizonte.
Esta vez creo que en lugar de delfines lo que ví escuetamente sobre las olas eran dos atunes pequeños. En cinco travesías no ví ningún delfín. Nunca me había pasado 🙁
Y durante el desayuno se nos acerca un holandés interesado en saber cómo c*** hay que pedir el café para que te den un café con leche de desayuno en lugar de la birria de cortado que lleva en la mano. Y ciertamente, es una de las asignaturas que aprobar en los viajes: distinguir el machiato ( o machiatti) del capuchino, del «nesca» del turkish…
Mientras nos hipnotizamos con la cremallera que van dibujando las hélices del barco en popa, Julián me recita una maldición, que sabe que me gustan (cuando no se dirigen a mi, claro): Se convierta el mar en tinta y la tierra en papel y te den tantas puñaladas como letras caben en él.
Aprovecho para ensayar mi cometido con la armónica: recuérdese que uno de los objetivos del viaje es ser capaz de interpretar una cancionela.